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viernes, 29 de octubre de 2010

De sonrisas, derrotas y victorias (sobre todo de sonrisas)


De felicidad en estado puro, de éso se trata. Una sonrisa natural, no fingida, improvisada, casual, es propia de una persona alegre. Casualmente puede reir el triste, el amargado y el envidioso.
Pero el que ríe siempre es feliz, sin vueltas. Y Carlitos, el "10" del equipo, el encargado de jugar y hacer jugar a sus compañeros, el As de espadas, era una persona feliz. Siempre se reía, pese a que su responsabilidad no era menor: de él dependían sus propios compañeros y el humor de los hinchas. Porque si Carlitos estaba lúcido, despierto, el equipo funcionaba. Si no, la derrota era inevitable, como el malhumor en el barrio.
Tiraba un caño y se reía. Le tiraban un caño y se reía. Hacía un gol y lo festejaba con una sonrisa. Se "comía" uno y se lamentaba también con una sonrisa. Así vivía el fútbol Carlitos. Así vivía la vida Carlitos.
Pese a su gran felicidad innata, la sonrisa interminable tuvo momentos en los que rozó la extinción. La última vez que se vio a su cara apagada, sin esa luz de felicidad en los labios, fue un triste domingo olvidable que nadie en el barrio aún puede olvidar.
Fue en la final, en la finalísima, en el partido de "vida o muerte". El que ganaba era el campeón y como siempre todo dependía de Carlitos.
Se rió como en cada partido. Y jugó como todo el torneo, pero simplemente perdieron. Y el otro equipo se coronó campeón.
El barrio quedaba de luto por la derrota. Carlitos vio la tristeza de los hinchas y de sus compañeros. No pudo sonreir; no le salió. Los vio llorar y hasta se le cayó una lágrima en el vestuario.
Aquel día regresó por primera vez triste a su casa a reencontrarse con su familia. Los labios del hombre feliz seguían apuntando hacia abajo.
Pero al llegar observó a sus hijos. Los vio contentos jugando con sus juguetes, y a su mujer cuidándolos. Su familia lo estaba esperando. Instantáneamente, Carlitos volvió a entender que el fútbol es simplemente un juego y que la vida es otra cosa. Volvió a sonreir y nunca más dejó de hacerlo.

La historia de un crack


De chiquitos, Adolfo y Miguel pintaban para cracks. Entre los padres y curiosos que veían los partidos en la cancha del barrio se comentaba que tenían la habilidad para conformar la mejor delantera de la historia.
Adolfo, nueve corpulento, las ganaba todas por arriba, sabía pivotear, poner el cuerpo y definir ante el arquero. La de marcar goles con una naturaleza exquisita y propia de un jugador optimista era su mejor cualidad. Miguel, en cambio, iba por afuera y disfrutaba por igual una asistencia que un gol propio. Siempre pegado a la raya iba con una gambeta endiablada que hubiese enredado hasta al relator más eficiente. Así, Adolfo y Miguel estaban hechos el uno para el otro. Eran la dupla perfecta.
Pero, tristemente, no llegaron nunca a debutar. Y cada uno debió tomar otro sendero de la vida, muy lejos de la pelota.
En el barrio, unos pocos supieron qué les pasó y por qué de un día para el otro dejaron de hacer goles. Pero se guardaron en el silencio, como queriendo que la dupla permanezca en la memoria y no sea teñida por un mal acontecimiento. Así, nunca quisieron contar las razones del bajón futbolístico de Adolfito y Miguelito.
Nunca, hasta que, sin querer, me crucé con un viejito que miraba con nostalgia a los que jugaban en la plaza. Eramos los únicos viendo el juego de los nenes.
-Juegan bien los delanteros -comenté como para entrar en confianza.
-Sí, muy bien -me contestó el viejito que no soltaba el mate y miraba constantemente hacia la casa.
-¿Usted los vio jugar a Adolfito y a Miguelito? ¿Son parecidos a ellos? -pregunté queriendo llenarlo de recuerdos.
En ese instante, y como para justificar mi reciente intervención, uno de los nenes agarró la pelota, se escapó por afuera y metió un centro bárbaro que el otro delantero mandó a la red con un cabezazo preciso. 
Se le dibujó una sonrisa al viejito. -Pibe, lo tengo que reconocer, son parecidos, muy parecidos -me dijo con sabiduría.-Vos seguro querés saber por qué esa dupla magnífica no llegó a debutar...
-Sí, por supuesto. Pero ya pregunté mucho y nadie me supo contestar.
-Pibe, pibe...-el viejito me entregó un mate cargado de azúcar y miró otra vez hacia la puerta de su casa- Acá hay pocas personas que saben la verdadera historia.
Nunca supe porque me lo contó. Y nunca se lo pregunté. Pero ese día, con esas palabras del viejito, aprendí una gran lección de vida.
-Te voy a contar -me dijo. Los dos andaban muy bien cuando eran chicos, éso lo sabés. Y, como también sabés, el problema les llegó en la adolescencia. Ahí, a uno de ellos, se le fue la cabeza para otro lado -otra vez miró a la casa.
-¿La cabeza hacia dónde? ¿Se inclinó por la joda? No me diga que comenzó a drogarse...
El viejito otra vez miró a la casa. Y ambos vimos a una mujer salir de aquel humilde lugar y caminar hacia nosotros.
-Pibe, te lo digo, pero prometeme guardar el secreto -yo, petrificado, asentí- Me enamoré, ésa fue la razon. Mirá, esa mujer que ahí viene caminando es la que me acompañó feliz toda la vida y nunca me vio hacer un gol. Nunca eh. Desde que la conocí, no pude concentrarme en la cancha y hacer un gol dejó de ser lo más lindo del mundo. Así de sencillo, pibe. Sé que pensás que soy un tonto, pero es lo que me pasó. Ah, y Miguelito...pobre, Miguelito tenía una bronca cuando yo no le hacía un gol ni al arcoiris y se fue a Buenos Aires. Y creo que allá formó una familia también.
-¿Estos dos nene llegarán? -pregunté inquieto por los nenes que mirábamos jugar.
Otra vez sonrió.-¿Viste el que hizo el gol recién? Es mi nieto mayor. ¿Qué le deseo? Ojalá tenga la misma suerte que yo. Ojalá se enamore.
El viejito le dio un beso a su mujer. Se notaba que se amaban.

La Selección, el mejor disfraz


Apenas los ví, pensé que Martín y Nicolás eran hermanos. Es que desparramaban coincidencias los dos jóvenes que caminaban juntos al estadio: usaban camperita al estilo canguro, se peinaban para el costado y llevaban la bandera de Argentina en la espalda. Además, entre otras cosas, me enteré que los dos siempre fueron al mismo colegio, compartieron el tobagán de la plaza del barrio y hasta les gustan los mismos grupos de música. Y a ambos, el fútbol les brota a flor de piel. Ese amor, el que tienen por la pelota, se palpa con tan sólo una mirada.
No hay dudas: Martín y Nicolás son muy parecidos. Hasta se podría decir que tienen todo el material humano dispuesto de tal manera que, si fuesen normales, con sólo verse una vez se transformarían en grandes amigos, en inseparables. Pero ya se vieron varias veces; y nada. El carrusel de la vida se encargó de juntarlos; y nada. No tiran para el mismo lado; no hay caso. No son amigos, ni compañeros y si les preguntás, ni conocidos dicen que son. Pero se conocen; y muy bien. Se conocen tanto que hasta, pelotudamente, se odian. ¿Por qué? La explicación es tan estúpida como racional: Martín es hincha de San Martín, y Nicolás, de Desamparados. Nunca pudieron arreglar el problema de haber nacido con colores distintos.
Pero ahí estaban ellos ése primer día que los vi. Iban caminando juntos al estadio a alentar a la Selección, con su camperita canguro desabrochada y con la camiseta de su club debajo, algo escondida. Cantaron juntos en la previa al partido y hasta se abrazaron en el momento del himno. Como te digo, parecían dos hermanos aquel día. Se habían olvidado de todas las discusiones, las peleas y las cargadas que tuvieron a lo largo de su vida. La Selección había logrado lo que no pudieron todas las similitudes que tienen en común.
Lo tengo que decir, cuando los ví abrazados y emocionados casi se me cae un lagrimón. Entonces me animé y quise saber más de la vida de ellos. Fui a hablarles y me encontré con la siguiente explicación: "Pasa que cuando juega la Selección somos todos del mismo equipo, pero quedate tranquilo que ahora cuando salgamos de la cancha nos olvidamos y él sigue siendo de San Martín y yo de Desamparados". Dijeron una gran verdad: los colores no se cambian. Martín seguirá siendo verdinegro y Nicolás, puyutano. Pero ambos, sin dudas, seguirán siendo unos pelotudos.

Un tal Juan Pérez González

El tipo se llamaba Juan Pérez, y de segundo apellido era González. Su documento no mostraba siquiera un poco de originalidad y ese karma a Juan Pérez González lo había perseguido toda la vida. Encima el tipo, pobre, no tenía una característica distintiva, ni narigón, ni pailón, ni nada por el estilo. Así, a los amigos les resultó imposible atribuirle un apodo que lo destaque. Siempre fue "Juan Pérez", un Juan Pérez más, uno de los tantos. Quizá por eso estalló de bronca en aquel bar de Sudáfrica, en pleno apogeo del Mundial 2010.

-Amigo, ¿de dónde sos? -lo saludó simpáticamente en inglés el sudáfricano que también esperaba al cantinero.
-¡Soy de Argentina! -contestó en castellano Juan Pérez, quien en inglés sólo sabía decir "Hello" y "One beer, please".
-Argentinaaa. Messsiiiii -gritó excitado el sudafricano, con una brillante sonrisa.
Juan Pérez quiso divertirse con el lugareño y comenzó a largarle nombres de jugadores argentinos para ver si los conocía.
-Maradooonaa
-Maradooonaa -repitió el otro
-Batistuutaa
-Batistuutaa
-Teveeezzz
-Teveeezzz
-Juan Peeeerez - gritó el hombre del nombre aburrido esperando la devolución del sudafricano.
Pero hubo un silencio. Y la sonrisa y los dientes blancos desaparecieron. El lugareño no conocía a ese jugador, pero señaló al cantinero, quien en el pecho tenía un pin con su nombre. Se llamaba Juan Pérez y era otro de los tantos. Por eso ese día el argentino estalló.

La mesa de los milagros

En el comedor de la casa se producían los milagros más impensados. Los mismos ocurrían durante todas las cenas familiares, cuando cada uno de los miembros de la familia se proponía contar qué había hecho durante el día. Siempre comenzaba hablando el padre, seguía la madre y terminaban la nena y el nene.
Las historias comenzaban con la cruda realidad pero terminaban, siempre, con una zarza de mentiras que servían únicamente para la felicidad del resto. Cada uno agrandaba y embellecía su relato para la sonrisa de los demás. Así, todos vivían contentos creyéndose mejores de lo que eran.
La nena, por ejemplo, era puro diez en el colegio; la madre, en vez de ser la ayudante de la ayudante de la secretaria en el hospital, siempre salvaba una vida en el quirófano; y el padre, lejos de tener un negocio miserable que cada vez vendía menos, contaba que tenía un proyecto que, cuando él quisiera, podía hacer explotar y así la familia ser la más rica del país.

Sin embargo, Martín, el nene más chiquito, no entendía bien el pacto de la fantasía. Y eso le preocupaba al resto de la familia. Martín aún no comenzaba con el colegio y temían que cuando lo hiciese comenzara a contar las cosas malas que le sucedan y así arruine la comida de la noche. Igual, el nene todavía era chiquito y apenas contaba sus aventuras con los juguetes. Pero las travesuras de Jack, de Spender y de los demás playmóbiles siempre eran reales, sin siquiera un mínimo de ficción. Y eso, claro, inquietaba a la familia.
Sin embargo, el 10 de octubre fue un día especial para Martín.
La noche en la mesa de los milagros comenzó como siempre. El padre, primero, contó su mega emprendimiento con los chinos, luego la madre hizo mención a la propuesta que le llegó del mejor cirujano  para sumarse a su equipo y después la nena dijo haber aprendido la regla de tres, cuando recién estaba en primer grado. Luego, le llegó el momento al nene:

-Y vos Martín, ¿qué hiciste hoy? -preguntó el padre esperando que por fin su hijo menor cuente su fantasía y los alegre un poco más.
-Lo de siempre, papi. Jugué con mis juguetes.
-Qué lindo. ¿Y los juguetes qué hicieron hoy?
-Hoy hubo un partido de fútbol -contestó el nene, con los ojos emocionados
-¿Me contás Martín, cómo fue el partido de fútbol de tus juguetes?
-Fue una gran locura, papi
La respuesta motivó a todos en la mesa. El padre, la madre y la hermana mayor se inclinaron hacia adelante esperando que el nene complete su historia. Por fin Martín se sumaría a la fantasía de la exageración familiar.
-Contanos -insistió la madre, ansiosa.
-Fue así: el partido estaba 1-1, nos habían empatado sobre la hora y se venía la noche. La clasificación se quedaba lejos y se iba a armar flor de lío si no se ganaba. El equipo dependía de un milagro porque después tenía que jugar de visitante y ahí iba a ser más complicado. Encima llovía muchísimo. Había mucho viento y casi no se veía nada. Un remolino de agua se había formado en la cancha. Era imposible jugar así -el entusiasmo de Martín era cada vez más notorio-. Y ahí, sobre el final, en el tercer minuto de descuento, un jugador que había ingresado desde el banco la metió de un rebote y todos festajamos. Hasta el técnico se tiró de palomita al agua. Todo fue una fiesta. Todo fue una gran locura, papi...

Ninguno se percató de cómo habló Martín, el chiquito de casi dos años. Todos se fueron a dormir felices porque el nene mostró los primeros sintomas de inventar una historia.

Sin duda, ellos no sabían que ese día Argentina le había ganado un partido histórico a Perú. Martín, otra vez, había contado una verdad.

Con el alma partida

Dedicado a todos los Chatos
 
 Es cierto, nunca habían sido grandes amigos. Pero igual, lo que le hizo el Román ayer al Chato estuvo mal. Muy mal, viejo. No se merecía que lo tratara así después de tantos años compartidos. Lo ninguneó. ¡Lo ninguneó, viejo! No lo quiso saludar. Le negó el saludo, y eso entre hombres no se hace. Se fue sin mirarlo, sin siquiera hacer un mínimo gesto para agradecerle todo su esfuerzo, su cariño, su dedicación.

Sin pronunciarlo, el Román le dijo andate a cagar al pobre Chato. Me cago en todo lo que pasamos juntos, en todo lo que sufrimos juntos, en todo lo que hiciste por mí. Todo eso le dijo el Román al Chato cuando lo tenía en frente. ¡En frente lo tenía! ¡Y nada, viejo! Después de tantos años...

¡Después de tantos años! Me da bronca. Mucha bronca, viejo. No puede ser que haya gente así. ¿Qué hacemos ahora con el Chato, me decís? Debe estar tirado en su cama, destruido. Hasta llorando me lo imagino y eso que él no llora. Vos sabés que el Chato es bien hombre y no llora. Si las pasó todas y nunca una lágrima. ¡Nunca una lágrima! Pero ahora seguro estalló. Y cómo no va estallar si el desagradecido del Román lo traicionó después de tantos años...

Qué desilución debe tener el Chato. Si no se está por suicidar pega en el palo. Es que el Chato las hizo todas por el Román. Su mujer lo dejó por su amor por el Román. Sus hijos también lo abandonaron porque se la pasaba hablando de las travesuras y locuras que el Román hacía desde chiquito en la cancha del barrio. Laburaba toda la semana, y los domingos, en su día de descanso, se levantaba temprano para ir a darle una mano y para aconsejarlo. Estoy seguro que el Román no sería nadie en la vida sin el Chato, sin su apoyo constante desde la tribuna.

El Chato fue de los pocos que siempre puso guita para las inferiores. Y desde el anonimato también colaboró especialmente con la familia del Román cuando estaban en ruinas. Tenía todas sus esperanzas puestas en él. ¡Qué injusta la vida, viejo! El Chato hacía todo sin pedir nada a cambio. Y todo porque soñaba que el Román lo lleve a conseguir el título. Se había encariñado mucho con el morochito que jugaba de enganche y lo imaginaba como el mesías del equipo. Por eso lo bancó y se trompeó con cada uno que lo insultaba desde la platea. ¡Más de 50 peleas y discusiones tiene seguro! Pero seguro eh. Si al principio al Román no le salía una.

Es cierto, ellos nunca fueron grandes amigos, viejo. Nunca compartieron un asado, una fiesta o una buena birra. Nunca. Ni siquiera habían charlado en su vida. Es más, el Román al Chato no lo conocía. Y ayer los dos se cruzaron en el medio de la caravana. El equipo del barrio había salido campeón. El Chato lo había festejado desde la tribuna, como siempre, aplaudiendo y babeándose desde allí con los goles de su pollo, de su nene que se transformó en crack. Y en el festejo fue a darle un abrazo y un fuerte beso. Un beso y un abrazo que nunca llegaron a destino. 

Ahora, el crack se va para Europa a hacer una millonada de plata. Y el Chato, su fiel hincha personal, seguro se queda llorando en su casa, destruido. ¿Sabés qué es lo peor de esto, viejo? De esas lágrimas, de ese llanto, de esa impotencia y de esa tristeza, el Román nunca se va a enterar.

En busca de la satisfacción

Dos conocidos que solían ser grandes amigos se cruzaron por casualidad en una calle peatonal rebalsada de gente. Uno iba apurado, con ganas de comerse al mundo que tenía adelante, y vestía un lujoso traje nuevo. El otro, más tranquilo y pensativo, paseaba por el medio del mundo apurado con sus viejas y fieles ojotas hawaianas.
-Amigo, ¿cómo estás? ¿qué estás haciendo de tu vida? -lanzó rápidamente el apurado
-Todo tranquilo, como siempre. Veo que vos no le aflojás al trabajo -contestó el de las ojotas a modo de librarlo de una conversación por compromiso.
-Y... estamos con mucho laburo, yendo de acá para allá, como siempre también. Vos ¿qué estás haciendo?
-¿En serio querés que te cuente ahora?
-Sí, seguro, tengo un ratito. Decime.
-Bueno hoy, por ejemplo, me pasé el día escribiendo para el blog que tengo en internet.
-Ah, mirá vos que piola. Y mañana ¿qué vas a hacer?
-Y.. lo mismo que hago siempre después de escribir
-...
-Esperar que alguien me lo lea.

Esa, sencilla, es su forma de llevarse al mundo por delante.

Nene ¡escribí!

Para todos los que no nos animamos
Escribí nene, escribí. La tinta es permanente, no se borra y queda para siempre. A las palabras, en cambio, se las lleva el viento. Nene, vos que tenés cualidades y habilidad, escribí. Lo que pienses, lo que se te ocurra. No importa si hoy no le sirve a nadie, algún día, alguien lo leerá y si lo haces pensar, aunque sea un poquito, objetivo cumplido. Nene, nene, hacelo para vos, no pensés en los demás. Cualquier cosa, lo que se te venga a la cabeza, pero ponelo en el papel. Escribí nene.
Sé que alguna vez te imaginaste una historia de amor, cuando viste en cualquier cancha ese trapo que dice “Si no existieras te inventaría”. Te acordaste de ella, seguro. De esa chica que siempre te gustó y que cada vez que tus amigos te preguntaban cómo andabas con ella, vos decías una frase futbolera al estilo de “no me tira un centro”. Seguro también tenés un amigo al que todos tildan de homosexual porque no le gusta el fútbol, y muchas veces, trataste de explicarle todo lo que se perdía por no jugar a la pelota. Nene, escribilo. Alguna vez te imaginaste eso, estoy seguro. Pero no lo escribiste. Ahora hacelo, como lo hacen o lo hicieron el negro Fontanarrosa, Sacheri, Galeano, Soriano, Ardizzone y Santoro. Pero hacelo, nene.
Como te dije, a las palabras se las lleva el viento. Vos fuiste a la escuela; escribir, sabés. El fútbol te gusta, te apasiona. No te pido que escribas de política, sociedad o alguna cosa rara. Con la pelota recorriste muchos lugares, así que cosas e historias para contar, tenés. ¿Qué decís? Que todo está escrito ya. Estás loco vos. ¿Qué todas las historias de fútbol posibles ya las escribieron? No, no, eso nunca. Vos nene, justo vos que jugás de enganche no podés decir que en el fútbol está todo escrito. Siempre hay algo por inventar, una gambeta nueva por tirar. Bueno, no te apures. No escribas ahora, pero lee. Si vos decís que tu amigo se pierde muchas cosas por no jugar a la pelota, vos también te perdés otras por no leer. Y si lo hacés, y se te ocurre algo, escribí nene, escribí.

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