miércoles, 10 de noviembre de 2010
Román, Riquelme y sus desafíos
“En mi barrio soy Román, el de siempre. Nadie me dice Riquelme. Y me pone bien porque es en el único lugar que me siento uno más, una persona normal”. Quien lo dice es el dueño de la “10” de Boca. Quien lo dice, seguramente, sabe que en una cancha es distinto. No por casualidad Borghi lo describió como “una mina con tres tetas”. Y a Riquelme, quien volvió a pisar el rectángulo de juego, lo mueven y motivan los desafíos. ¿El actual? Cambiarle la cara a Boca y recuperar su gran nivel ¿para volver a la Selección?
Los desafíos en la vida de Román comenzaron desde muy pequeño. Siendo un nene apostaba con los amigos por el peso para la Coca Cola en las canchas de Campo de Mayo, muy cerca de su casa en Don Torcuato. Luego el “por la gaseosa” cambió al “por la cerveza”. Allí, en su barrio, donde se crió y mantiene el hogar de siempre, comenzó a jugar a la pelota pese a que su madre, Ana María, le insistía por ir a catequesis. Su hambre de fútbol hizo que le diera en el gusto a su padre, quien es muy feliz cuando lo ve en la cancha, según relató alguna vez Román.
Aquellos partidos barriales eran de siete contra siete. Se paraba de delantero, con mayoría de jóvenes más grandes que le pedían que desequilibre. Y en La Carpita, su primer club, jugaba al Baby Fútbol. Por eso recién cuando llegó a Argentinos pisó por primera vez una cancha grande. El cambio fue gigante y lógico. Debió dejar la posición de punta para jugar como volante central de un equipo que contaba con varios futbolistas que luego darían que hablar. Además de la adaptación, Román se bancó diariamente cuatro horas de viaje para entrenar en el predio de Bajo Flores.
A esa altura, el juvenil, nacido en una familia bien bostera, ya se perfilaba como gran valor. Y el club de la banda roja fue a buscarlo. “Si vas a River, te juro que no te voy a ir a ver nunca”, sentenció Ana María. Y Román, esta vez, le dio en el gusto a su madre. Gambeteó al equipo millonario y el destino le tiró una pared precisa: Boca, a los pocos días, se lo llevó en una operación sin precedentes junto a otras jóvenes promesas: Fabricio Coloccini, Pablo Islas, César La Paglia, Carlos Marinelli y Emmanuel Ruiz.
El 11 de noviembre de 1996 debutó con una victoria por 2-0 ante Unión de Santa Fe. Y aquel Román del barrio comenzó a tranformarse en Riquelme. Los compañeros más grandes (Cáceres, Rambert, Latorre, Giunta, entre otros) lo ayudaron a integrarse a un equipo y al cambio popular que representa el mundo Boca. Se acomodó bien. Salió campeón con el seleccionado juvenil de Pekerman en Malasia y soportó reemplazar a Maradona en el Superclásico de 1997, el último partido de oficial de Diego. Aquel entretiempo Riquelme recibió las llaves de Boca.
Y no se achicó ante semejante desafío. Al contrario, comenzó a brillar con la “10” en la espalda y condujo al equipo de la Ribera en la gran cosecha de títulos durante la Era Bianchi. Riquelme ya había generado fieles seguidores. Pero su manera de jugar, sencilla, lírica y estética, para algunos críticos no dejaba de ser lenta, aburrida y lateralizadora. Lo cierto es que Riquelme, pese a no ser del paladar de Marcelo Bielsa, por entonces DT de Argentina, cristalizó su talento en títulos. Sobre todo con aquella final Intercontinental ante el gigante y poderoso Real Madrid.
Mientras, Román, el del barrio, seguía jugando en Campo de Mayo con sus amigos los domingos cuando lo preservaban para la los partidos de Copa Libertadores. “Bianchi sabía y me dejaba, pero yo le tenía que rendir los miércoles en la Copa”. Ese era su desafío.
En 2002 comenzaron los problemas y cayó en un bajón futbolístico. Primero fue el secuestro de su hermano Cristian, por quien pagó 160.000 dólares por el rescate. Y temeroso por la inseguridad del país, aprovechó la oferta de Barcelona. Ilusionado, Van Gaal lo bajó de un hondazo: “mirá que te trajo el presidente, no yo”. Así, tuvo un paso sin brillo ni gloria. Recayó en Villareal, su segundo desafío en Europa. Necesitaba demostrar que por sus características podía jugar en el Viejo Continente. Y lo hizo: fue la figura de un equipo que en su primera Copa de Campeones alcanzó la semifinal. Igual, sus detractores se deleitaron con el penal errado que estiraba la definición.
Llegó entonado al Mundial 2006. Y las críticas post eliminación, que no se bancó Ana María, hicieron que abandone la Selección. El conflicto con Pelegrini lo trajo nuevamente a la Argentina. Otra vez bajón y mala racha. Y volvió a Boca con el objetivo de levantarse. Ante el desafío, otra vez sacó lo mejor: la dejó chiquita en la Libertadores 2007.
Riquelme ganó luego un título local más, se peleó con Maradona por “códigos distintos” y corrió a festejar solo el gol histórico de Palermo, tras servírselo en bandeja. Así es Román, sin filtro, como cuando patentó el Topo Gigio en pleno Superclásico para sacudir a Macri. Es amado y odiado. Lo que está claro es que su funcionamiento se alimenta de desafíos. Y según dice, aún tiene hambre.
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